NI VITO NI MIGUEL ANGEL



NI VITO NI MIGUEL ANGEL

Conocí a Miguel Ángel López Hernández en Uribía Colombia por allá por los años 1.996 o quizás mucho antes , pero a partir de esa fecha empezamos a socializar y compartir nuestro trabajo, el como documentalista y mi persona como pintor y fotógrafo, recuerdo que me hizo una entrevista para sus documentales que se transmitían en la televisión Colombiana “Señal Colombia” con una duración de tres minutos que se transmitia algunos días de la semana, todos referentes a las distintas culturas originarias de Colombia, y la wayuu no podía faltar.
también en esas citas obligadas de la cultura en los festivales, reuniones  las tertulias y bohemias, siempre nos traía algún escrito en folletos o volantes de un tal Vito Aatpüshana, escritos en forma de versos poéticos sobre el mundo sideral del pueblo wayuu, transcurren los años y cada cierto tiempo nos encontrábamos en algún camino que huela a cultura, el abrazo de amigos el afecto y cariño de hermanos se acrecentaba mas, y un buen día del año 2000 el poeta wayuu José Ángel Fernández me comenta en Paraguaipoa, que Miguel Ángel había obtenido el premio en poesía Casa de las Américas en Cuba y no solo eso, sino que era también Vito Aatpüshana ¿¡?  
 El 20 de enero de 2000, fue anunciado el premio de poesía Casa de las Américas.  Ese día el mundo literario conoció el nombre de un poeta desconocido.  Con el libro Encuentros en los senderos de Abya Yala
Escribe el periodista David Lara Ramos, sobre ese afortunado dia. “ Casa de las Américas es una institución cultural cubana creada en 1959, sólo tres meses después de la revolución de Castro, que ha contribuido al desarrollo de escritores en América Latina tales como Roque Dalton, Alfredo Bryce Echenique, Antonio Skármeta, José Soler, Ángel Quintero, entre otros.
 Dos días después de aquel anuncio, la decisión fue publicada en los diarios más importantes de  Colombia. En Riohacha, tierra del poeta desconocido, la noticia era apenas un tímido rumor con la fuerza de las débiles olas que llegaban a la orilla aquella mañana.
   ¿Mandó él algunos poemas a un concurso en Cuba? Alguien preguntó a Ana Sofía Gómez. Ella estaba segura de que su esposo había enviado un libro de poemas a La Habana. Lo sabía.  Meses atrás, ella había insistido para que lo hiciera.
  No que yo sepa dijo. Bajó su cabeza y guardó silencio.
   Cuando él llegó a casa, Ana Sofía le contó sobre el rumor. Sin hacer más preguntas a su esposa, sacó su bicicleta y pedaleó (sin parar) hasta el centro de la ciudad.
    Tomó el diario El Tiempo. Todo estaba en primera página. Leyó en susurros. Cuando terminó,  trató de inspirar, pero sus pulmones ya estaban llenos. Aturdido. La información se ajustaba. Su nombre era Miguel Ángel López-Hernández y el título del libro premiado, Encuentros en los senderos de Abya Yala.
    Había ganado el premio de poesía Casa de las Américas. La primera vez que un poeta colombiano se alza con tamaño reconocimiento. Desde aquel día, Miguel Ángel López-Hernández pasó a ser una de las voces más importantes de toda la poesía colombiana y, por supuesto, de América.
    Un año después del premio, libreros, críticos, investigadores y lectores de poesía, siguen abriendo caminos para encontrarse con Miguel Ángel y su gran obra.
    ¿Quién es Miguel Ángel López? ¿Por qué un autor desconocido aparece ahora con un gran premio? ¿Cuáles son las motivaciones de su obra? ¿Qué tema trata? ¿De dónde provienen su voz y su canto?
    Tratar de dar respuesta a las preguntas anteriores podría ser tan complicado como la misma vida de la comunidad  Wayuu en el desierto de La Guajira, comunidad a la que Miguel Ángel López-Hernández pertenece. Él encontró en la poesía una forma de recolectar las voces de sus ancestros para que todos podamos escucharlas. Su poesía está llena de imágenes que pintan una vital y ancestral comunidad indígena que ha sobrevivido a las luchas con el hombre blanco desde 1492.”

Si, me siento afortunado de ser “testigo de mi tiempo”, como titulara un libro también de poesía de otro laureado poeta Godofredo Gómez, y de ser conciudadano de un grande de la literatura Latinoamericana como lo es Vito Aatpüshana , (Miguel Ángel López) de la dinastía del gran José Dolores Aatpüshana (Wunuttpata) mi antepasado y bisabuelo, pero dejemos que sea el periodista  Jaime de la Hoz Simancas quien publico una semblanza sobre Vito Aatpüshana en la revista digital , LETRARIA , TIERRA DE LETRAS . LA REVISTA DE LOS ESCRITORES HISPANOAMERICANOS EN INTERNET. Hasta aquí  dejo mi humilde comentario y espero disfruten de la lectura del periodista Colombiano Jaime de la Hoz Simancas, bienvenidos a la palabra, como dijera Vito Aatpüshana…
La voz poética de las etnias indígenas
Los senderos de Vito Apüshana

Hablo desde el reconocimiento del rostro amerindio,
desde el mundo indígena de América (Abya Yala)
en donde vivo y proyecto mi expresión hacia otras latitudes.
He aquí en mi canto y en mis manos el sueño diverso,
la voz intensa de las antigüedades, he aquí en mis pasos el sudor
de la reafirmación, el latido de la raíz definida,
la mirada de horizonte despejado...
la invitación a multiplicar los encuentros
y aumentar el respeto mutuo por donde respira la vida humana.
Reciban nuestra palabra.
Miguelángel López-Hernández. Encuentros en los senderos de Abya Yala. Casa de las Américas. La Habana.
Brevísima introducción
Miguelángel López o Vito Apüshana presentó, en octubre de 2009, la edición colombiana de Encuentros en los senderos de Abya Yala, que incluye varios poemas inéditos. El texto sólo se conocía a través de la edición que se hizo en Cuba y Ecuador. El poeta anuncia ahora Los 400 conejos, título del poemario que surge de su larga visita a México, y Natal profundo, un homenaje poético a las etnias embera-katío, zenú, mocaná, kankuamo, kogui, arhuaco, wiwa y wayuu.

Uno
Miguelángel López-Hernández y Vito Apüshana se entrelazan a través de la poesía y de la vida. Algunos afirman que Apüshana es el poeta que obedece fielmente los dictados de Miguelángel, este personaje de carne, hueso y sangre que nadie sabe en qué momentos se transforma y quién, bajo la penumbra, o tendido en un chinchorro atado a lado y lado de una enramada, utiliza el otro yo para sumergirse en su cosmogonía y relatar luego los mitos relacionados con el origen del universo.

Miguelángel López es el mismo Vito Apüshana. O al revés. Algunos afirman que Apüshana murió hace cinco años y su cadáver, insepulto, está tendido en los sueños y en los insomnios de Miguelángel. Otros dicen que se suicidó después de haber ido al encuentro de universos de los indígenas mapuche, de Chile; de las vicisitudes de la etnia quechua, en el Perú y Ecuador; y de la comunidad wayuu, a la cual pertenece, y de la que pareciera emerger desde tiempos inmemoriales.

Al poeta Miguelángel y al vate Vito los han recordado de múltiples maneras, asociándolos a personajes dobles de la literatura universal. Y lo hacen, más que como comparación, por jugar a las escondidas de la personalidad en la que el poeta y prosista argentino Jorge Luis Borges ha sido el más insigne entre los latinoamericanos con su constante referencia al otro yo.

En una reunión de gestores culturales de Riohacha alguien evocó al Dr. Jekyll y a Mr. Hyde, los actores narrados por Robert Louis Stevenson que se ocultaban uno tras el otro, pero sin dejar de conformar una misma e indisoluble personalidad. Ese otro yo, citado también por contertulios de ocasión, también está presente en la literatura alemana y aparece bajo el extraño nombre de Doppelgänger. Y otro más evocó El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, cuyo protagonista central mantiene intacta su belleza pese al transcurso del tiempo, mientras su retrato envejece y se desfigura por las veleidades de la fortuna ilusoria de Dorian.
—¿Por qué se ocultaba? —pregunto.

—No era una ocultación sino una interpretación —responde—. Tampoco es un pseudónimo, pues allí está algo que podríamos denominar lúdico. No descarto que sea un juego, pero no de manera predeterminada.

Vito y Miguel son una variante de aquellos divertimentos de la realidad y de la ficción que explotaron un día después de haberse expandido el misterio a través de unos poemas que recordaban los ancestros de las etnias indígenas y revelaron los fogones encendidos, las iguarayas, el maíz, y la lluvia que estalla en varios puntos de un extenso y olvidado territorio de América india. Ahora, Vito Apüshana es un fantasma o una ficción. O, tal vez, existe agazapado en las oquedades de su prisionero o creador.

Miguelángel López-Hernández camina las calles de Süchiimma con la cabellera alborotada y casi siempre vestido de blanco, como su abuelo paterno. En ocasiones cubre su cabeza con un sombrero de palabrero antiguo o con una boina de colores tejida por las mujeres de su etnia. Su actividad cultural es incesante y no hay ningún misterio en esa cotidianidad que fácilmente pudiera calificarse como una exasperante monotonía.

En esta ciudad se confunde con miles de riohacheros raizales que caminan hacia ninguna parte a través de los extensos bordillos de la Calle Primera que circundan un pedazo de su mar. En ocasiones preguntan por él y no está. Dicen que fue a Carraipía, su tierra natal, a reunirse con su álter ego, Vito Apüshana, y que regresará la próxima semana. Afirman que está detrás de las piedras de un territorio sin nombre observando el movimiento de un jaguar. Y también explican que está en una especie de encierro enseñando a sus hijas los distintos tamaños de las metáforas.

Vito Apüshana posiblemente vaga en Jepira, la zona sagrada adonde van los wayuu después de su segunda muerte. O recorre, como alma en pena, la Pirámide del Sol y las calzadas de los muertos ubicadas en el Valle de Teotihuacán, en México, con el propósito de juntar aquel minúsculo universo de leyendas con el de los wayuu y publicar nuevos encuentros en senderos que ni él mismo conoce. En fin, nadie sabe: ni Vito ni Miguelángel.

Dos
Bajo la lumbre del alba cruzamos la curva de Itushí:
¡ya estamos en el cementerio familiar!
Las tumbas reposan blancas y brillan
como sonriendo a nuestra llegada.
Los hombres levantamos las enramadas
y las mujeres preparan el fogón.
Los ancianos y los niños juegan al orden y al desorden...
y los consejos comienzan a ser escuchados...
y luego los cuentos...
y luego los cantos... y las bromas.
La familia se alegra de estar viva
en la cercanía de sus muertos.
Pronto iniciaremos la exhumación,
los llantos se aprestan a danzar.
Miguelángel López-Hernández



Vito Aapüshana (Miguel Angel Lopez hernandez)

El nombre de Vito Apüshana fue creciendo en medio del misterio. Los hombres de las letras y las artes de La Guajira lo mencionaban en las conversaciones de ocasión después de que alguien contara que vivía retirado en una ranchería de la Alta Guajira acompañado de chivos, y que en las noches escribía poemas que guardaba en su maleta de sueños y algunos de los cuales se filtraban en publicaciones literarias de la península.
Muchos decían conocerlo y otros, además de confirmarlo, vaticinaban que en el devenir de los tiempos sólo se conocerían sus versos que buscaban el brillo de las aguas y las guaridas de Canaima y el universo todo de la etnia amerindia, pues habría de publicarlos para alejarse después como una sombra que se pierde entre centenares de caminos.

De repente, sin saberse quién ni cómo ni por qué, aparecieron varios ejemplares de un poemario titulado Contrabandeo sueños con arijunas cercanos, firmado por Vito Apüshana. El breve texto se expandió por La Guajira y muchos de sus versos fueron aprendidos de memoria y recitados en medio de parrandas poéticas en las que se mezclaban las leyendas del Popol Vuh con las lágrimas de los Colosos de Fuego que formaban infinitos lagos.
Así, el misterio comenzó a rondar aun más a Vito Apüshana y entonces —en esa especie de espejismo que encandilaba a los buscadores del poeta— lo veían de una manera distinta: de blanco hasta los pies vestido, coronada su cabeza con un sombrero del mismo color y un bigote hirsuto que se movía inquieto cada vez que evocaba a sus antepasados a través de versos quebrados por la nostalgia y las metáforas. Otros aparecían en las reuniones de fines de semana, en Riohacha, y afirmaban que habían departido con el poeta Vito bajo la enramada de una ranchería de Portete, meses antes de que el pueblo fuera arrasado por las motosierras y por los embates de las bayonetas que trajeron los paramilitares.

El escritor David Lara Ramos, intrigado por los pequeños laberintos que habitaba en el poeta, recuerda que “en 1999 la Fundación Poetas en el Exilio, de Santa Marta, editó otra colección de Apüshana”. Agrega Lara que los nuevos poemas fueron publicados con la siguiente advertencia: “No intenten buscar a Vito Apüshana; nadie lo conoce personalmente más que los wayuu; nadie sabe a ciencia cierta quién es; él dará a conocer más poemas suyos cuando lo crea conveniente; no se sabe exactamente dónde vive en el inmenso desierto guajiro; él no quiere que lo conozcan más que sus poemas”.

Por esa época, Miguelángel López era un joven taciturno que laboraba, todos los días, en una oficina improvisada al final de un extenso garaje abandonado que luego habría de agrandarse para dar paso al Centro Cultural de Riohacha, cuya construcción permitió la aparición de espacios desde los que alcanza a contemplarse la inmensidad del mar. Nadie sabía que Apüshana habitaba a López ni que el alma de López había sido tomada por Apüshana. Él seguía allí compartiendo su trabajo cultural junto a los gestores culturales Rubén Brito y Orlando Mejía, quienes nunca sospecharon esa especie de confusión de clones o de extrañas duplicidades.

—¿Cómo nace Apüshana? —indago a Miguelángel, después de asistir a un ritual en el que cuatro miembros de la etnia emprendieron el viaje a Jepira—. ¿En qué momento Vito se apodera de usted?
—Insisto en que sólo he recogido voces de mi Pütchi —responde—. Voces escalonadas y guardadas en los frutos o detrás de las piedras. Posiblemente han estado descansando a la orilla de los jagüeyes o cabalgando de una ranchería a otra.
—¿Son capturas de voces?
—Sí, pero logradas a través de una apertura espiritual. Se podría interpretar como una adherencia a la piel del microcosmos individual. Siempre me he preguntado: ¿cómo se comunican los pájaros entre sí? ¿Existen voces inaudibles en el camino?

Miguelángel López prefiere preguntar antes que responder acerca de aquel duende sin tiempo ni espacio del que el poeta Juan Manuel Roca, en el momento de presentar sus poemas en el Magazín Dominical de El Espectador, escribió en los siguientes términos: “Se dice que es pastor y contrabandista de sueños. Nos trae razones del mañana, a la que considera su hermana, o de su abuela, que es el sueño”.

Años después de la publicación de sus poemas en la desaparecida revista del diario que fuera de los Cano, se conoció la noticia de que Vito Apüshana había obtenido el Premio de Poesía Casa de las Américas, de Cuba. El texto ganador, cruzado por imágenes indigenistas, y edificado a través de espirales poéticas, fue presentado con un título que habría de expandirse entre los círculos literarios y poéticos del continente: Encuentros en los senderos de Abya Yala. Entonces se conoció, ahora sí, que tras Apüshana estaba Miguelángel López. Ocurrió el 15 de enero de 2000 en medio de la curiosidad y el asombro de todos los que habían visto a aquel joven de sortijas en pelo largo que en ocasiones cruza la mirada como si buscara a sus antepasados remotos que hace siglos decidieron asentarse en el Cabo de la Vela.

Los críticos literarios y los amantes de los versos saludaron con efusividad la aparición de los poemas que acababan de ser reconocidos internacionalmente. Guillermo Tedio, cuentista de Baranoa (Atlántico), catedrático universitario y crítico literario, fue uno de los primeros en aplaudir con sus manos tendidas la buena nueva para las letras colombianas. Lo expresó así:
“En el libro de poemas premiado en Cuba, Miguelángel López-Hernández entiende que no se trata sólo de la etnia wayuu sino que en toda América (Abya Yala), desde Alaska hasta la Tierra del Fuego y los patagones, vive un mundo cultural en la resistencia, que construye una poesía donde no hay separación entre el hombre y la naturaleza, donde pueblos de hermosas mitologías hablan de su existencia unida a la tierra para que, al ser reconocidos, comiencen a ser comprendidos en la diferencia.

”Miguelángel López habla de los wayuu (habitantes de dos países, Colombia y Venezuela, pero unidos en una sola tradición), habla de los kogui pero también de los mapuches de Chile, de los mexicas, de los cunas de Panamá, de los quechuas. Quiere nuestro poeta Vito Apüshana hablarle al alijuna, es decir, al hombre blanco, quizás allí esté la explicación del título de su primer poemario, Contrabandeo sueños con alijunas cercanos,quizás por lo mismo su escritura en español. Dirá Apüshana: si la montaña —el hombre blanco— no viene a mí o sólo viene, las más de las veces, en plan de agresión, yo voy a la montaña con la verdad de la palabra. Así que uno siente en estos poemas vitales y untados de paisaje, de nostalgia ancestral, de amor por la tierra y la naturaleza, que el poeta quiere contarle al hombre blanco las razones de la existencia de un pueblo que desea desarrollarse sin agredir a la tierra ni al agua ni al aire ni al hombre”.



Tres
Yo nací en una tierra luminosa.
Vivo entre luces, aun en las noches.
Yo soy la luz de un sueño antepasado.
Busco en el brillo de las aguas, mi sed.
Yo soy la vida, hoy.
Soy la calma de mi abuelo Anapure,
que murió sonriente...
Vito Apüshana

Miguelángel López-Hernández (¿Vito Apüshana?) dice que su niñez está mezclada con el ejercicio del sueño, con el deseo de un infante que crecía en medio de dificultades familiares. Se diría que una infancia común y corriente, según se deduce de las palabras que ahora pronuncia mientras descansa en los tablones de madera vieja clavados en la ranchería de Guarero.

Después habla de Carraipía, el pueblo de la frontera guajira donde nació en medio del sonido de la naturaleza y del diálogo de la fauna nocturna que entrecruza el monte como sombra multiforme. Recuerda, también, los frutos de árboles sin nombre, las grandes cosechas que recogían los mayores y el patio de la casa ubicada cerca de una vegetación de ceibas, trupillos y dividivis que escondían a los conejos y servían para el descanso de las aves en lo más alto de las ramas.

—¿Y de los padres? —pregunto.
—Por fortuna, esos recuerdos los mantengo vivos —responde—. Físicamente los veía gigantes a través de la pequeña mirada del niño; eran vistazos de abajo hacia arriba que agrandaban el tamaño y me otorgaban confianza y seguridad. Los evoco silenciosos y tranquilos, sobre todo a la “vieja”. Yo llevo el nombre principal de mi padre, Miguel Agustín, y mi mamá se llama Nohelia Hernández.

Contrario a lo que pueda pensarse, Miguelángel no recuerda haber tenido en la infancia contacto con los libros ni con la escritura, sino la presión arrolladora de una oralidad que se esparcía de la boca de los familiares cercanos y lejanos, cargada con relatos inverosímiles de la región y con anécdotas de un mundo profundamente espiritual.

El protagonista de ese minúsculo universo de palabras era su abuelo Alcibíades López Pimienta, perteneciente por línea materna al clan Pushaina, comerciante, y de quien Miguelángel conserva la imagen del instante en que yace tendido en el suelo de su casa con los hilillos de sangre tiñendo su ropa blanca, después de haber recibido la descarga mortal de varios disparos.



Miguel Angel Lopez Hernandez (Vito Aapüshana)




“Con la muerte del abuelo se derrumbó la estructura homogénea que existía y comenzó la diáspora de hermanos, sobrinos e hijos. Cada quien asumió su propio destino, incluido mi padre. La familia se extendió, se dilató y se distanció entre sí. A mis siete años comencé mi peregrinaje: de Carraipía a Maicao, de Maicao a Riohacha y de Riohacha a Medellín. En la capital antioqueña, solo en medio de la montaña, decidí el camino que habría de transitar”, explica.
—Fue un vacío...
—Sí —afirma—. Era una autoridad entre los wayuu y el que satisfacía nuestras necesidades. Viajaba mucho y siempre nos traía sorpresas de Maracaibo o de las Antillas Holandesas. Tal vez por esa influencia soy un hombre que busca demasiado los rincones.

Esa muerte del abuelo Alcibíades todavía lo persigue. Mucho tiempo después entendió las razones por las que transcurrieron cuatro años para que se arreglara el conflicto que había surgido en el seno de la misma familia. Y comprendió, también, los argumentos de tiempos remotos que obligaron a la distribución de las pertenencias para evitar mayores derramamientos de sangre. Así pudo descifrar, a la larga, lo que más tarde conocería con los nombres de valores, código de honor, hombría y palabrero, el descendiente deUtta, ese pájaro milenario del que Miguelángel dice observar su vuelo bajo el cielo verde de Riohacha.
A los trece años, con algunos síntomas de la melancolía que habría de envolverlo más adelante, llegó a Medellín en una especie de huida frente a las amenazas de confrontaciones que se gestaban alrededor de su extensa familia. Había terminado la primaria en Riohacha y se encontró de repente con un mundo que necesitaba transitar a través del estudio y la investigación. Pero inicialmente sintió con más fuerza los latidos en el corazón, aumentados también por una distancia que califica de dolorosa.

Digamos: fueron interrogantes sin respuesta provocados por la ausencia de los padres, la añoranza del territorio en el que dejó abandonadas sus huellas, y la pérdida de un atardecer plomizo, único e irrepetible. Sin embargo, a los cuatro años de permanencia en aquella ciudad lejana conoció el peso de lo que se siente por dentro y también el vacío. Hasta que entendió que, justamente, era la ausencia de su mundo wayuu, la añoranza por la luminosidad y la transparencia del cielo, el viento, el polvo de los caminos y el olor de las comidas. Regresó a La Guajira diez años después.

—¿Melancolía?
—Sí, tal vez patológica en el sentido de la persistencia. Pero se me convierte en una fortaleza porque va transparentando paisajes que de otra manera no podría vislumbrar. Descubro la belleza y las fuerzas espirituales que tocaban a mi puerta. Considero que al final esta melancolía es una huella digital de mi espíritu que comprime mi reconocimiento de la historia de siglos.

Cuatro
Mi tío Walaatshi ha llegado de donde estaba.
Trajo, en silencio, un antiguo problema de hombres.
Le oímos resollar la ofensa... y nos observa la vida.
Su palo de mando le ordena dibujar en la tierra.
No habrá pleito:
sus años han encontrado el oculto reposo del dolor.
Vito Apüshana

De Medellín, con 23 años cumplidos, se trajo la soledad que lo acompañó durante más de dos lustros, y el conocimiento de las mitologías oriental y griega. Esas narraciones las asoció con la oralidad de La Guajira de su infancia dormida. Mucho más, cuando las mezclaba con los mitos hindúes que terminaban con una explosión de imágenes y entonces se sentía obligado a cerrar el libro para disfrutar el vértigo interior en el que siempre, al final, se asomaba otra vez la melancolía.

“Poco después de mi retorno, pasé de la mitología griega al mito americano y fue cuando descubrí el Popol Vuh, que no entendí en la primera lectura ni tampoco en la segunda, pero nunca solté el libro porque sentía libertad absoluta para desarrollar historias, un código de comunicación encerrado en el cerebro o una desembocadura de aguas estancadas”, expresa.

—¿Qué consecuencias tuvo?
—A través de esas poesías y de esos versos libres podía derramar las aguas contenidas en el pozo de la melancolía que me habitaba. Esas primeras acometidas resultaron ser musicales y al mismo tiempo inconexas. El lunes escribía una frase y el miércoles otra, debajo de la primera, pero sin ninguna ilación.
—¿Cuál era la intención?
—Plasmar un mensaje desde adentro para reconocer el rostro que llevaba. Posteriormente apareció la necesidad de comunicarme con el otro mediante el ejercicio lúdico de la música y de la rima de los versos. De eso no quedó nada. Hubo como una segunda revelación cuando tomé la decisión de regresar a los caminos polvorientos de La Guajira. Fue definitivo.

Definitivo. Desde ese instante comenzó un peregrinaje por las orillas que conducen a una poesía que, al principio, sólo compartió con su mujer, Ana Sofía Gómez, y después la fue expandiendo hasta alcanzar el reconocimiento de Casa de las Américas que premió, en el fondo, un continente que durante siglos existió sin nombre y al que Miguelángel López-Hernández (¿Vito Apüshana?), junto con miles de rebautizadores indígenas, llama Abya Yala.

Cinco
La vida tiene un nuevo aliento en Abya Yala...
germinan los Elementos en el nombre de su tributo:
el 
Padre de los fuegos (el sol),
el 
Propiciador de los viajes y de los abrazos (el viento),
la 
Germinadora de las semillas (la lluvia),
la 
sudorosa Residencia del maíz y sus descendientes (la tierra)... y
el 
blando Movimiento del Tiempo (el sueño):
son los espíritus dadores de Amerindia, en cuyos caminos perviven los nichos-altares,
a veces invisibles, en donde el instante es ofrenda del infinito.
¡Nianderyquey Perchebe... Mashaale Ka’inwaa Ohtli!
Miguelángel López-Hernández

“Abya Yala es el leitmotiv de mi Palabra, de mi Pensamiento Estético. Así mismo lo defino como mi hacer político y mi haber ético; me asumo transportador de su estro original... labrador de su humus milenario. Justamente al expresarlo desde una lengua no originaria del continente demuestra la autenticidad del pensamiento de Abya Yala, renovándose desde sus raíces. Es lo que defino como el Mestizaje Húmedo, que contiene dos principios básicos: el arraigo horizontal y la autonomía del andar. Este es un camino inédito para las jóvenes repúblicas latinoamericanas, que más temprano que tarde deberán asumir. Debemos des-colonizar el aparataje diseñado desde las metrópolis europeas y reactivar la memoria milenaria de Abya Yala como abono fertilísimo del presente, cada vez más exigente de talantes naturales”.

Miguelángel López-Hernández con Gabriel García Márquez en Guadalajara, México (2007).



Vito Aapushana en Gurero, con este servidor





Vito Aapushana con mi familia año 1999



Luego para tomar aire, como ya nos tiene acostumbrados nuestro cronista Wayuu Marcelo Moran Aapüshana, nos referiere una vivencia propia con su escrito…
 El primer televisor
Marcelo Morán
La televisión, fue inventada en 1926 por John Logie  Baird; un solitario físico de origen británico. Pero no fue hasta 1950, cuando experimenta un repunte a escala mundial de la que también es parte Venezuela, y no fue hasta 1966 cuando llega a mi pueblo de Las Parcelas de Mara.
La electricidad
Antes de 1966, el único pasatiempo que yo tenía era esperar las noches para acostarme sobre un tronco de dividive, de quince metros de longitud,  que había derribado mi madre siete años atrás. Desde allí observaba deslumbrado el maravilloso espectáculo de las estrellas, mientras los adultos se enfrascaban en conversaciones aburridas de tres y cuatro horas.                                                           
Yo esperaba la caida de la penumbra para disfrutar  del refulgente mundo de las constelaciones, la luna y otras figuras astrales, como un cometa, que un día apareció como una palma encendida sobre el cielo de mi pueblo, despertando comentarios y las más variadas interpretaciones. Una de ellas, provenía mi abuela materna  –que como toda buena wayuu tenía una manera  de descifrar las señales del cosmo – al punto de que llegaba a asegurar que la persona que  mirase ese fenómeno sideral podría quedar ciego en el acto. A pesar de ello no creí mucho en sus presagios. De modo que esperé que todos se rindieran de sueño para verle el rostro al visitante estelar. Lo vi tantas veces en las madrugadas hasta que desapareció del cielo de Las Parcelas para irse y lucirle quizás su cola incandescente a espectadores de otros suburbios del espacio.                         
Todos los días me acostaba sobre aquel tronco hasta que el sueño me envolvía. Hubo momentos en que aquel racimo de luceros que me fascinaba tanto y le inventaba nombres no aparecía en el cielo en algunas épocas del año, debido al movimiento de traslación de la tierra. Cuando eso ocurría, sentía un desaliento muy grande, pues tenía que esperar la llegada de la luna y que ésta se pusiera gorda y llena para compensar la falta de mi principal entretenimiento.  Ese mismo año empecé a cursar el primer grado de primaria y a lo largo de los dos kilometros que tenía que recorrer para llegar al colegio, escuchaba el pregonar constante de la gente: “Viene la electricidad”. Se decia tantas cosas de este prodigio que encendía bombillas desde los tiempos de Edison y que iba también a iluminar mi casa y a la vez haría espantar de las calles oscuras, varias generaciones de fantasmas con las que convivíamos  y que reemplazaría en corto tiempo mi afición por las estrellas.
El primer televisor
En mi familia hubo una decepción tan grande como la expectativa que nos habíamos creado con la llegada de la luz. Se había corrido el rumor de que el tendido eléctrico no pasaría por frente de nuestra casa porque había que derribar varios curarires, sobre todo, uno colosal, que se encontraba al otro lado de la carretera e  impedía la ejecución del añorado proyecto.
Fue entonces cuando mi padre, y un vecino llamado Jesús Vilchez, se pusieron de acuerdo y le cayeron en cayapa junto a otros voluntarios para poder cortar el formidable árbol de veinte metros de altura.
Al poco tiempo se instalaron los enormes postes plateados y enseguida ¡hágase la luz!

No volví a acostarme sobre el viejo tronco como lo hacía siempre. Las luces artificiales que alumbraban mi casa, y aclaraban el patio, impedían ver las estrellas con aquella fidelidad y refulgencia con las que me acostumbré a mirarlas desde que tuve noción de las cosas.

Mis compañeros de clase, junto a las maestras, conversaban con la pasión que podía trasmitir la ocurrencia de un milagro muy grande. Decían que,en casa de la señora Rosa Peña, y más tarde en la de Eva Bracho, se veían películas y muñequitos a través de un moderno aparato llamado televisor. Casi todos mis compañero hacían colas para ver por lapsos la nueva maravilla que tenía patas arriba al vecindario.
 Yo sólo los observaba desde la carretera, pues mi madre me habia aleccionado a no meterme en casas ajenas sin su consentimiento.Y así contuve mis ganas.

Una  mañana, mi padre, nos sorprendió a todos: se apareció en una camioneta blanca que  conducía un turco como de cincuentaños; muy conocido en la comunidad, y como caso extraño en un sirio como èl, ostentaba el cristiano nombre de Rafael. La entrada aparatosa del vehículo hizo levantar enorme cantidad de polvo hasta detenerse con la misma brusquedad frente a la pùerta de nuestra casa. De allí bajó con premura mi padre para montarse en la plataforma con el turco a fin de descargar a toda carrera una enorme caja que contenía el añorado televisor. Seguidamente comenzó a armar la antena, que me recordó enseguida  el esqueleto de un bocachico descomunal, que fue montada con cuidado sobre un tubo de diez metros de altura; apoyada a unas de las paredes de nuestra casa para no ser derribada por el viento. Y de esa manera con la ayuda del turco Rafael, consigió conectarar al fin el anhelado artefacto, y en instantes, empezó a salir la imagen zigzagueante dePopeye el marino con su ronca voz doblada al ingles.

Dos años de novela

Era tanta mi afición a la TV, que llegué a olvidarme de mis estrellas. Deseaba que cayera un aguacero de un año para no ir al colegio, o ansiaba que a la maestra se le torciera un tobillo y la suspendieran de por vida. Pero nada de eso llegaba a suceder, al contrario, mi buena maestra Luisa, se mudó desde San Francisco, Maracaibo, donde vivía, para darnos las mejores atenciones, de modo que siempre me las ingeniaba para no perderme la programación de los canales: Popeye el marino, Super Raton, El gato Felix, El zorro, El llanero solitario, Jim de la selva, Meteoro, Jhonny Quest, Cool McCool y otros tantos muñequitos que se encuentran desperdigados en los laberintos de mi memoria.

Los adultos y mis hermanas, veían en las tardes una novela que duró dos años en la pantalla de RCTV: El derecho de nacer, protanonizada por Raul Amundaray y Conchita Obach. El día que terminó el último capítulo de esta telenovela escrita en 1940 por el cubano Felix Caignet , hubo en Las Parcelas y en el resto de Venezuela una conmoción, comparada sólo con la muerte de un prócer de la patria. No se hablaba de otra cosa durante varios meses que no fuera de las aventuras del Dr. Albertico Limonta.
También había un apego semejante con la lucha libre: Catch as can can que se trasmitía los sábado en las noches por el canal 8 CVTV.
Todavía hoy, despuès de pasar hace rato la barrera de los cincuenta años, no me resisto a ver una comiquita en la TV como aquella primera vez del año 1966.  Tal vez es la activación de ese niño que llevamos todos  y que no envejece ni siquiera con un siglo acuestas.

 Y a pesar de ser testigo hoy de tantas innovaciones producidas en el campo de las telecomunicaciones, aún no he podido abandonar mi pasión por las estrellas. Cuando las veo titilar,desde mi residencia en el municipio Lagunillas, en seguida me transporto a aquel viejo tronco de dividive que me servía de butaca para disfrutar del maravilloso espectáculo estelar: único pasatiempo en aquellos lejanos días de mi infancia.





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